Relato de un extraño

María Victoria Díaz Ruiz

Capítulo 1


Paseaba por sus sueños en aquella playa, en la que había disfrutado de tantos atardeceres. Ese era el lugar elegido para escapar, de vez en cuando. Allí se encontraba a sí misma y, a veces, lograba alcanzar la fuerza necesaria para no abandonarlo todo. Era su lugar preferido para escapar. Escapar del estrés asfixiante de su vida en la ciudad, en su casa, en su trabajo; de los pulsos que mantenía con su marido, su hijo o sus compañeros. En aquella playa solía caminar y embriagarse con los sonidos y los contrastes del mar.

Aquella tarde le costó reconocer el color de su océano. Permanecía aún extasiada por sus recuerdos cotidianos – el préstamo del coche, las responsabilidades familiares, el viaje planificado que no sabía si podría realizar,...- !De repente, un sonido extraño la devolvió a la realidad! Miró a su alrededor y no vio a nadie, tan sólo a una gaviota rezagada que no había abandonado su tarea de pescar. Decidió sentarse y hacer un esfuerzo por encontrar lo que realmente había ido a buscar allí: su paz.

Recordó cómo, desde pequeña, le confesaba a ese mar sus secretos más profundos. Esos de los que no hablamos, porque es difícil expresarlos con palabras. Él, a cambio, le aconsejaba con esos sonidos que sólo puede oír el alma. Siempre le sorprendía con sus destellos desafiantes. Su oleaje parecía hablar con notas discordantes que la tranquilizaban. Pero aquella tarde olía a peces muertos y ese olor la transportaba a tristezas de otros tiempos. El océano preparaba su artillería pesada para demostrar su fuerza de poderoso ser.

A lo lejos descubrió una pequeña barca que se dirigía hacia la orilla. Era extraño. En invierno no es muy transitada esa zona turística. Intentó divisarla mejor, pero decidió alejarse sin perderla de vista. Sintió miedo y dudó si marcharse o quedarse. Se tranquilizó pensando que en aquel lugar nunca sucedía nada interesante y menos a ella. Llegó hasta las dunas y se sentó. La barca aún navegaba y ahora la veía mejor. Parecía vieja y sucia; distinguió a varias personas dentro, quizá cinco o seis. Con el vaivén de las olas era difícil asegurarlo. Comenzaba a oscurecer y sabía que debía marcharse, pero su curiosidad la había paralizado. Miró su reloj y pensó en lo que estarían haciendo sus hijos y su marido. Recordó que tenía que hacer recados. Sin embargo, decidió quedarse a comprobar quiénes eran los de la barca.

Contempló su mar durante un rato, hasta que aparecieron unos hombres corriendo por la playa. Fueron en dirección a las casas y se perdieron entre las sombras. La luz del atardecer aún dejaba ver la barca a pocos metros de la orilla. Las olas la levantaban y la escondían como si se tratara de un pequeño trozo de madera. Esos hombres habían venido de la orilla. Al observar más detenidamente, pudo ver horrorizada a otros hombres que permanecían inmóviles en el rompeolas. La barca ya había encallado en la arena. Se quedó paralizada, su pulso se congeló y le costaba tragar saliva. Aquellas tres personas no se levantaban y allí no había nadie más que ella que pudiera socorrerlos. - No puede ser. Esto no puede estar pasándome a mí.- Se repetía una y otra vez. Intentó mantener la calma, pero la situación le desbordaba. Cogió su teléfono móvil para pedir auxilio. Pensó en llamar a la policía - “a la policía no, no quería delatar a los náufragos”-, a su marido, a algún amigo,... Finalmente, decidió avisar al servicio médico de emergencias. Al otro lado del teléfono respondió una chica que hacía muchas preguntas sobre el estado de aquellas personas. La situación le obligó a caminar hacia los cuerpos inmóviles. Dudaba a cada paso sobre su elección descabellada de permanecer en la playa aquella tarde. Pero, como dicen en su pueblo, “a lo hecho, pecho”; ya no había vuelta atrás. Esas personas necesitaban la ayuda de alguien. Y el único alguien que existía conociendo la situación era ella. Al llegar ante ellos se envolvió de sensaciones inquietantes y absorbentes. Creía que iba a desmayarse cuando miró los ojos cerrados de los tres hombres que yacían en la orilla del mar. Ese lugar de ensueño que impregnaba sus mejores recuerdos e, incluso, sus más apreciados sueños, se había convertido en el escenario de una absurda y desagradable pesadilla. Se acercó para comprobar el pulso y la respiración de aquellos seres, que parecían sacados de una escena de una película sangrienta, y le temblaron las piernas al ver aquellos rostros aniñados de tez oscura. Al tocar a uno de ellos, el chico abrió los ojos y logró emitir unas palabras en un idioma que ella desconocía. La maldita señorita del servicio de emergencias no paraba de hacer preguntas y su corazón palpitaba amenazando con salir tras ella. Estaba a punto de llorar y gritó, “¿quiere usted hacer el favor de enviar a un médico? Estos chicos pueden morir y yo no puedo ayudarlos”. La señorita le preguntó algunos datos más para localizar el lugar y la tranquilizó diciéndole que enviarían a una unidad.
No sentía nada. Tan sólo una absoluta y profunda soledad. Una tristeza y una frustración que le llegaba al alma. Y del alma surgió el llanto más doloroso que jamás pudo imaginar. Pensaba en sus hijos. En la suerte que tenían de vivir en una casa llena de comodidades. En lo injusta que es la vida: a unos les da mucho y a otros ni siquiera les da. Se odió mil veces por haber sido tan egoísta durante toda su vida: sólo buscaba reconocimiento, prestigio, una casa más grande, un coche más veloz, más sueldo cada mes, más vacaciones al año... Estupideces, ambigüedades y conceptos absolutamente vacíos cuando se muestran frente a la injusticia social, frente a la muerte de tres jóvenes y frente a la insoportable imbecilidad del ser humano, que compite por él mismo pisoteando a los demás.
Su llanto era más lastimero cuanto más miraba a los jóvenes. No paraba de llorar de rabia por sí misma. Siempre preocupada de conseguir cada día un poco más. Esas personas arriesgaban sus vidas por encontrar un horizonte hacia donde mirar. Intentó comunicarse con el chico que le había hablado, pero su mirada estaba impregnada de un doloroso miedo interior. Ese miedo, imposible de describir, la llevó hacia la tristeza más profunda. Esa que nace desde lo más hondo. El sinsentido de ser humanos: ella le tendía la mano y él no sabía en quién confiar. Estúpida ambivalencia. ¿en qué medida somos seres inteligentes? No somos capaces de ayudarnos ni apoyarnos, pero sí de destruirnos y pisotearnos. Increíble progreso en la evolución del homo sapiens. La espera se le hacía interminable. Pensó en su familia, de nuevo. Estarían esperándola para cenar.

Aún queda un sitio.. ¡Ya nos vemos, Boni, ;)!